domingo, 27 de enero de 2013

Boletín: 29 de Marzo de 2013

CONMIGO EN EL PARAISO Lucas 23:39-43

Quienes eran estos dos hombres, no lo sabemos. En torno a ellos se han tejido cientos de leyendas. Se les han atribuido docenas de nombres (Dimas y Gestas son los más comunes) Pero nada sabemos con verdadero peso histórico. Pero iban a convertirse, en la cruz, en paradigmas del ser humano ante el dolor. El sufrimiento lleva a los seres humanos a opciones radicales y opuestas. Puede liberar almas, puede también esclavizarlas; hay cruces de blasfemia y cruces de paraíso. Sobre la colina del Calvario las tres cruces parecen idénticas. A los ojos ofrecen el mismo horrible espectáculo, la misma tragedia. Y sin embargo, hay tres hombres en cruz; uno que da la salvación, otro que la recibe, un tercero que la desprecia.

Y uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros. (Lucas 23:39)

Estas palabras encerraban ironía y sarcasmo, cólera y violencia. Había oído a quienes insultaban a Jesús; escuchaba cómo le llamaban Mesías salvador; había podido leer el título que, sobre su cabeza, le proclamaba rey. Y en su grito, se mezclaba el insulto y la desesperación. Quizás su desesperación tenía la fría e irremediable dureza que se percibe en ciertos ateos contemporáneos nuestros. Si es así, tuvo que sentir un infinito desprecio hacia Jesús, el mismo que hoy sienten muchos ateos hacia los creyentes. ¿Cómo es que éste aún no ha entendido la nada de toda existencia? ¿En qué espera? ¿Por qué espera? ¿Cómo ni en la misma cruz abandona su sueño? Su grito, entonces, estaría cargado del más feroz sarcasmo ¡Anda, sálvate a ti mismo y de paso, a nosotros!
No sabemos qué especie de rebeldía habitaba el alma de este hombre. Pero sí que, pasó junto a la salvación sin descubrirla. ¿Entró así a la muerte? ¿Se quedó para siempre clavado en su odio? ¿O llegó a su alma un rayo tardío de luz, tal vez tras la muerte de Jesús, una luz que abriese la noche de su alma? Aquí nuestras preguntas tienen que quedarse sin respuesta alguna.

Aún más enigmática es la figura del segundo malhechor. Mateo y Marcos nos dicen que los dos crucificados se burlaban de Jesús. Solo Lucas nos detalla un cambio de actitud en uno de ellos. Su dolor en la cruz era atroz, como el de sus dos compañeros. Pero la ruina de su cuerpo no había llegado a su alma. La tenía lo suficientemente despierta como para descubrir a Jesús en medio del dolor.
Para este hombre, el dolor había sido verdaderamente fecundo. La orilla de la muerte había despertado en él la voz de Dios. Y a esa luz había entendido la justicia de su condena. En medio de su dolor horrible había sabido olvidarse de su cuerpo para reconstruir su vida y llegar a la conclusión de que era culpable.

Pero aún había ido más allá. Ordinariamente el dolor nos cierra el alma. Quien sufre termina por convencerse de que sólo él sufre. Se torna incapaz de comprender todo otro dolor. Con este hombre no había sido así. Desde la misma cruz, supo salirse de su tragedia para examinar, conocer y comprender a Jesús. Muy bien pudo ser testigo del proceso de Jesús ante Pilato. Conoció, al menos, su digno silencio durante el camino hacia el Calvario y oyó cómo, por toda respuesta a los insultos, pedía perdón para quienes le ofendían y trataba de disculparles ante un Padre que, para este malhechor, no podía ser otro que Dios.
Probablemente también él, al principio, como señala Marcos y Mateo, se unió a los que insultaban. Pero el silencio y la dignidad de Jesús le golpearon ¿Y si fuera verdad? ¿Y si este hombre fuera verdaderamente el Mesías esperado? Esta idea rebotaba en su cerebro como un absurdo ¿El Mesías muriendo así? ¿Y si fuera verdad? ¿Y si tras esta vida hubiera otra, otro Reino en el que este hombre triunfará? Lo que fue al principio una sospecha se hizo una duda, después una posibilidad, finalmente un comienzo de certeza. La seguridad que veía en Jesús no era de este mundo. No había blasfemado de Dios, no renegaba de la vida. Se mostraba sereno y tranquilo. Era, evidentemente, un hombre bueno, un justo.

En medio de sus dolores el malhechor buceaba por su alma y por la verdad. Excavaba en ella como en un pozo. Y, poco a poco, notaba que su corazón se iba pacificando, como si la verdad fuera agua fresca. Tal vez la muerte de un justo, de un solo justo, fuese suficiente para hacer girar el mundo. Quién sabe, incluso, si no estaba a punto de brotar un alba nueva, un mundo donde todo sería diferente. Se sintió pobre y niño y, en su debilidad, descubrió que necesitaba una mano que le sostuviese, como su madre lo había hecho en la infancia. Era, como lo diría Jesús en su magistral sermón: un “pobre en espíritu”.

Y ahora el malhechor dice unas palabras asombrosas a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. (Lucas 23:42) y no se sabe qué admirar más: si la sencillez de sus palabras, si su ausencia de ambiciones, o si su vertiginosa fe. Dos de los apóstoles, Santiago y Juan, habían pedido, casi exigido, los primeros puestos en el Reino. Este malhechor pide simplemente un recuerdo y resulta triunfador. Un moribundo ve a Jesús moribundo y le pide la vida; un crucificado ve a Jesús crucificado y le habla de su Reino; sus ojos ven cruces, pero su fe ve un trono majestuoso. Pero, además, trono trascendente. Este malhechor sabe que los dos van a morir; y está seguro, sin embargo, de que hay un Reino que les espera.

Y la respuesta de Jesús no puede estar más preñada de contenidos. Se abre con un “de cierto te digo”, que para un judío, tenía la solemnidad de una promesa. Y luego ofrece al malhechor mucho más de lo que pedía: “Hoy” ¡que prontitud! “Conmigo” ¡Qué compañía! “En el Paraíso” ¡Qué descanso!

Pero, en rigor, el verdadero premio que Jesús promete al malhechor no está en la palabra “paraíso”, sino en la palabra “conmigo”. Porque la belleza del paraíso es Jesús. Este paraíso, es un lugar de descanso, reservado para los creyentes que “mueren en Cristo”, para su descanso, en espera del regreso de Jesús. Es tal el descanso que aquí se experimenta, que Pablo designa a los muertos en Cristo como “dormidos” (1ªCorintios 15:51-52; 1ªTesalonicenses 4:13-18)

En la cruz se inaugura las nuevas medidas de las cosas: Judas, se pierde; María Magdalena, se salva. El Sumo Sacerdote, que llevaba toda la vida examinando las Escrituras no reconoce a Jesús; y el centurión, sólo con verle morir, descubre todo. Un malhechor muere blasfemando y el otro entra en el paraíso de la comunión con Jesús. La verdad triunfa sobre las apariencias. Ahora entendemos aquella frase misteriosa que ya encontramos en los comienzos del Evangelio: Jesús sabía lo que había en el hombre (Juan 2:25) y en aquel malhechor, de quien desconocemos hasta el nombre, había algo que salvar: AMOR.
JFVS