lunes, 25 de abril de 2011

CAPITULO 73: LOS COMBATES FINALES






Favor de leer Mateo 21:23-27.
Hoy –martes- la muchedumbre en el Templo es aún mayor que la de la víspera. Cada día son más los peregrinos que llegan. Hay en todos un aire de gente mal dormida. El atrio del Templo huele a incienso.

Cuando Jesús aparece en el atrio, la noticia se difunde como un reguero de pólvora. Lo ocurrido el domingo es comentario en todas las bocas. Son muchos los curiosos que quieren conocerle. Hay entre la gente grandes discusiones a propósito de él. Sus partidarios decididos no son muchos, pero sí un gran número los que le admiran.

Le han oído predicar y les impresionan las cosas que dice y más aún cómo las dice. Por otro lado, sus doctrinas en parte les entusiasman y en parte les resultan blasfemas. Y hay un apasionado interés por ver en qué acabará la lucha entablada entre él y los líderes religiosos. Por eso la gente le rodea, le asedia apenas entra en el atrio.

Los fariseos y saduceos, están indecisos y desconcertados. No respecto a él: ya han dado su sentencia. Lo que no acaban de ver es la estrategia a seguir para consumar su decisión. Les preocupa encontrar el momento oportuno, no vayan a volverse sus armas contra ellos. El parece pacífico, pero nunca se sabe cuáles pueden ser las reacciones de la multitud. Si lograsen sorprender al Maestro en una blasfemia en público, eso sería la gran solución.

Pero también Jesús les conoce desde hace ya muchos años. Se acuerda de que, cuando sólo tenía doce años, ya les puso en un aprieto con sus preguntas, aquí mismo, sobre estas losas del Templo. Luego, han sido tres años de controversias, de asechanzas puestas contra él. Les espera serenamente.
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En el primer asalto los saduceos tratan de desmontar su autoridad, de dejarle en ridículo: ¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te dio esta autoridad? (Mateo 21:23) en referencia al hecho de ponerse a enseñar allí en el Templo, sin ser doctor de la ley sin haber recibido el visto bueno de los sacerdotes (saduceos).

El ataque no era, en realidad, demasiado inteligente. Jesús simplemente podía haberles respondido que con la misma que ellos; o haberles preguntado quiénes son ellos para exigir a nadie certificados de autoridad.

Pero Jesús es un maestro excepcional y sabe que la mejor defensa es un buen ataque. No se limita, por eso, a defenderse. Han tratado de ponerle en ridículo, será él quien les ponga en ridículo a ellos. Responde, pues, a su pregunta con otra: Yo también os haré una pregunta, y si me la contestáis, también yo os diré con qué autoridad hago estas cosas. El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo, o de los hombres? (21:24-25)

Se ha hecho un silencio dramático en el atrio del Templo. De pronto Jesús ha traído a flote uno de los temas más candentes del momento. La fama de Juan el Bautista ha aumentado astronómicamente después de su decapitación. Un mártir siempre crece, sobre todo cuando ha muerto a manos de un enemigo común.

Los sacerdotes se miran unos a otros. Se dan cuenta de que Jesús les ha encerrado en un dilema sin salida. Si dicen que su bautismo era de este mundo, la gente se les echará encima. Si dicen que era de Dios, les preguntará que por qué no le aceptaron primero y le defendieron después. Se dan cuenta de que el combate ha acabado antes de empezar. Y prefieren renunciar a la lucha Mejor confesarse ignorantes que exponerse a la ira de la multitud o declarar que fueron sordos a la voz de Dios. Contestan, pues, que no lo saben.
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Y respondiendo a Jesús, dijeron: No sabemos. Y él también les dijo: Tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas. (21:27)

Los saduceos se van, los fariseos se quedan. Hay risas entre la multitud. Y un respiro de alivio entre los partidarios del Galileo. Los apóstoles se dan palmadas los unos a los otros, se sienten orgullosos de su jefe. ¿Y Judas? ¿Vacila tal vez? Probablemente a estas horas ya ha tenido los primeros contactos con los representantes de los sacerdotes. No hay nada decidido. Pero la traición ya ha nacido en su alma. Ahora duda quizá. Tiene que observar, tiene que jugar sus cartas con suma cautela. Espera. Escucha.

Cuando los enemigos se van, Jesús sigue enseñando como si nada hubiera ocurrido. Pero conforme habla, todos perciben que sus palabras se van cargando de un tinte dramático. Ahora cuenta una terrible parábola (21:33-46)

Es la historia de un gran propietario que ha alquilado su viña a unos labradores malvados. Al llegar el tiempo de los frutos, el dueño de las tierras manda un emisario para cobrar la renta. Pero los labradores apalean al emisario y se lo devuelven golpeado al dueño. Un segundo enviado es apedreado, un tercero es muerto. El dueño de la viña no entiende. Su renta no es excesiva, él fue verdaderamente generoso al prestarles la viña bien equipada. Piensa que todo debe ser un error. Decide entonces mandar a su propio hijo, a él lo respetarán. No se resigna a la idea de haber depositado su amor en unos malvados.

Pero los renteros, al ver llegar al muchacho, se miraron los unos a los otros riéndose: ésta era su ocasión, matarían al heredero y se quedarían con la propiedad de la viña. Tomaron al muchacho, le sacaron fuera de la viña -¡no querían mancharla con su sangre!- y lo mataron.
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Se había hecho un tenso silencio mientras Jesús hablaba. La historia era objetivamente conmovedora y el Galileo la contaba con extraña pasión, como si estuviera hablando de algo personal.

El dueño de la viña era Dios, la viña era el pueblo elegido de Dios, los enviados eran los profetas, los asesinos eran los líderes religiosos ¿Y el hijo? ¿Estaba presentándose a sí mismo como Hijo de Yahvéh? Aquello les parecía, a los fariseos, una blasfemia, la mayor imaginable. Pero ¿cómo atacarle por algo expuesto así, en parábola?

Jesús no les dejó mucho tiempo para pensar. Se volvió a los fariseos: Cuando venga, pues, el señor de la viña, ¿Qué hará a aquellos labradores? (21:40) Los fariseos, muy astutos como siempre, seguramente callaron; pero los más próximos a Jesús dejándose llevar por la emoción de la historia, contestaron: A los malos destruirá sin misericordia, y arrendará su viña a otros labradores que le paguen el fruto a su tiempo. (21:41)

Habían entendido. Jesús dejó la parábola y citó las Sagradas Escrituras: ¿Nunca leísteis en las Escrituras: La piedra que desecharon los edificadores, ha venido a ser cabeza del ángulo, el Señor ha hecho esto, y es cosa maravillosa a nuestros ojos? Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él. Y el que cayere sobre esta piedra será quebrantado; y sobre quien ella cayere, le desmenuzará. (21:42-44)

Ahora todo estaba claro. Él era el Hijo, él era la piedra angular. Se sabía rechazado, pero triunfador. Sabía que chocarían contra él, pero se presentaba como vencedor. ¿Qué impedía a los fariseos actuar? ¿No buscaban una blasfemia? Acababa de presentarse como Hijo de Yahvéh, les había llamado homicidas, anunciaba que el Reino le sería quitado a Israel. ¿Podía decirse más?
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Pero la emoción había vencido a quienes le escuchaban. Teóricamente todos debían haberse levantado contra él. Pero allí estaban mudos, golpeados. Los principales sacerdotes, que acaban de llegar, y los fariseos se daban cuenta de que ésta era su ocasión, pero temían que el pueblo reaccionara a favor de este profeta amenazante, aun cuando las amenazas iban contra todos. Prefirieron alejarse para preparar otro ataque.

Pero los adversarios de Jesús se turnaban, lo mismo que cambiaban los lugares y los oyentes. No podemos imaginarnos esta jornada como un continuado debate inmóvil entre Jesucristo y sus enemigos. Un día es largo. Las personas iban y venían. Iba y venía el mismo Jesús con los suyos. Cruzaba por los atrios y los pórticos, conversaba con la gente, su predicación avanzaba o retrocedía con los sucesos o dependiendo de las preguntas de los que se acercaban. Todo se presentaba absolutamente informal y espontáneo. Se oraba, se comía, se conversaba, se discutía, y de vez en cuando la conversación se convertía en predicación.

Tal vez fue a media mañana, cuando se acercaron los herodianos a tenderle la trampa política de la moneda del Cesar. Desde el lugar donde hablaban, veían pasearse sobre las terrazas de la fortaleza Antonia a los centinelas romanos, velando por la paz romana. Y había en las esquinas guardianes discretamente ocultos. Y un grupo de soldados estaba siempre listo a actuar.

Esto es lo que hacía más delicada la respuesta de Jesús. Un pequeño resbalón que pudiera interpretarse como insulto al Cesar hubiera bastado para provocar una intervención de los romanos. Pero Jesús –ya lo hemos visto en otro lugar- sabía cómo contestar a sus adversarios sin caer en sus trampas y aclara ahora que su Reino no tiene nada que ver con los reinos terrenales temporales.
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Tras los herodianos regresaron los saduceos. Venían disimulando, como si casualmente pasaran por allí. Misteriosamente, grupos que mutuamente se odiaban, coincidían ante quien consideraban un enemigo común. Por unos días, por unas semanas estaban dispuestos a olvidar sus rencores.

Los saduceos llegaron con un acertijo que hoy a nosotros nos hace sonreír, pero que a ellos debió de parecerles una trampa imposible de superar. Era uno de los juegos mentales que a ellos les apasionaban en sus debates con los fariseos para convencer a éstos de que la resurrección de los muertos era imposible: Hubo, pues, entre nosotros siete hermanos; el primero se casó, y murió; y no teniendo descendencia, dejó su mujer a su hermano. De la misma manera también el segundo, y el tercero, hasta el séptimo. Y después de todos murió también la mujer. En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer, ya que todos la tuvieron? (22:25-28)

La pregunta no pasaba realmente de ser una broma de mal gusto: basándose en una prescripción de la ley (22:24) pasaban a ridiculizar la trascendencia de las almas.

La voz de Jesús sonó seria: Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios. Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento… pero respecto a la resurrección de los muertos ¿no habéis leído lo que os fue dicho por Dios, cuando dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. (22:29-32)

Entre la multitud hubo un murmullo de admiración. El pueblo, que miraba con una relativa simpatía a los fariseos, no soportaba a los saduceos, aquellos ricachones vendidos al invasor romano. Pocas veces podían, como hoy, verles quedar el ridículo y alejarse avergonzados. Jesús enseña con autoridad y triunfa sobre sus adversarios.

CAPITULO 67 y 68: EL MISTERIO DE LAZARO












Favor de leer Juan 11:1-27.
La resurrección de Lázaro fue el mayor de los milagros hechos por Jesús. Se trata de un muerto ya de cuatro días (v39) que es devuelto a la vida con sólo una palabra. Y el hecho ocurre a las mismas puertas de Jerusalén, delante de numerosos testigos, hostiles a Jesucristo muchos de ellos. Es, además, un suceso que lleva consigo tremendas consecuecias: la fe para algunos, la muerte para Jesús, pues es la gota que llena y derrama el vaso de la cólera de sus adversarios.

Hacía varios meses que Jesús estaba predicando en Perea cuando un mensajero llegó precipitadamente desde Betania y le dio una triste noticia: “Señor, aquel a quien amas está enfermo” (v3) Este gran amigo (la palabra que usa el Evangelio de Juan expresa un afecto entrañable) era Lázaro.

Del hecho de que Marta y María supieran más o menos dónde estaba Jesús deducimos de nuevo el alto grado de intimidad que él mantenía con aquella familia; de las palabras que dice el mensajero deducimos la confianza que en Jesús tenían ellas. Ni siquiera le dicen que venga; se limitan a decirle que su hermano se ha agravado, seguras de que Jesús lo dejará todo para correr a Betania.

Pero la respuesta de Jesús fue desconcertante: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (v4)

La distancia que separaba a Betania de Jesús es de un día de camino. Consideremos que Jesús esperó dos días más antes de partir (v6); más el día de camino que hizo Jesús para llegar a Betania; junto con el día de camino que hizo el mensajero; suman las cuatro días que Lázaro lleva muerto (v39)
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Así, Lázaro murió poco después de salir el mensajero a buscar al Señor (tal vez, el mismo día); y Jesús ya sabía que Lázaro estaba muerto cuando llegó el mensajero (v14) Entonces, su retraso posee una intención teológica. Jesús conoce la importancia que tiene lo que ha de hacer en Betania y desea que no quede de ello duda alguna.

Incluso se marcará a sí mismo un retraso exacto de 4 días contando con la creencia judía de que el cuarto era el día definitivo de la muerte sin remedio. Los judíos de la época pensaban que el alma del muerto permanecía girando tres días en torno al muerto, como queriendo regresar al cuerpo y que sólo en el cuarto día, iniciada ya la descomposición, se alejaba para siempre. Y es este cuarto día el que Jesús aguarda. Jesucristo nunca tiene prisa, porque siempre está seguro de lo que tiene que hacer.

La decepción debió ser, en cambio, cruel para las dos hermanas cuando llegó el mensajero sin Jesús y comunicándoles la frase: “esta enfermedad no es de muerte”; ellas, ahora, sin hermano y si Jesús, no tienen consuelo.

Esto rompía todos sus esquemas mentales: si Jesús era bueno y las quería ¿cómo de pronto este fallo que tenía todo el aspecto de traición? No querían pensar mal de Jesús, pero no entendían nada.

Es incluso muy verosímil pensar que, por aquellos días, debieron de multiplicarse las ironías en boca de sus amigos fariseos.

Fueron muchos los que subieron de Jerusalén hasta Betania para acompañar en el duelo a las hermanas. Las visitas de pésame eran una tradición sagrada para los judíos. Se prolongaban durante siete días pero eran muy numerosas durante los primeros tres días.
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No es imaginación pensar que muchos subieron a Betania con la seguridad de encontrarse allí a Jesús; sabían de la amistad que les unía con los tres hermanos. Y, sin duda, también fue grande su sorpresa al no verlo. Preguntarían burlonamente a las mujeres si el Galileo desconocía la noticia.

Y ellas no podían ocultar que ya le habían enviado un mensajero. Y ¿no ha venido? Los fariseos gozaban escarbando en la herida.

Además, para ellos era fácil encontrar la respuesta: ¿No decían que hacía tantas curaciones? ¿Por qué no las hace en casa de sus amigos? ¿No será que tiene… miedo? Sonreían felices. Ellos lo habían dicho muchas veces: Jesús hace muchos milagros en pueblitos ocultos de Galilea donde no podía haber “sabios” que lo controlasen.

Pero allí, a tres kilómetros de Jerusalén y en un ambiente culto, los trucos no eran tan sencillos. Tal vez, incluso, alguien sugirió perversamente que Jesús vendría a resucitar a Lázaro.

Claro que, pensaban, aquí la cosa no iba a ser sencilla. Decían que había resucitado a dos personas, pero en ambos casos se había tratado de dos muchachos recién muertos. ¡Vaya usted a saber si estaban muertos de verdad o sólo en apariencia!

¿Qué iban a saber los pueblerinos de Naín? Aquí era otra cosa: Lázaro llevaba ya dos, tres, ¡cuatro días muerto! Y además, estaban ellos allí para controlar la situación.

¡Por eso no venía Jesús! No se atrevería, pensaban ellos, a intentar algo que sería un fracaso seguro. Marta y María oyeron sin duda muchos comentarios como estos. Y sentían que desgarraban su corazón.
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Jesús, mientras tanto, seguía tranquilamente en su actividad apostólica. Pero transcurridos dos días y cuando ya ninguno de los apóstoles se acordaba de Lázaro, Jesús se volvió a los suyos y les dijo: “vamos a Judea otra vez” (v7) La frase cayó entre ellos como una bomba.

Sabían el riesgo que corrían en Jerusalén y su comarca. Por eso se volvieron asustados a Jesús: “Maestro, sabes que los judíos te están buscando para apedrearte ¿y vuelves otra vez allí?” (v8)

La respuesta de Jesús fue tranquilizadora pero enigmática: “¿No tiene el día doce horas? El que anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero el que anda de noche, tropieza, porque no hay luz en él.” (vv9-10); probablemente los apóstoles entendieron con esto, que aún no era su hora, que nadie podía arrebatarle ni un segundo a las horas que tenía señaladas de vida.

Pero entonces Jesús siguió hablando con un brusco giro de idea: “Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para despertarle” (v11)

Esto era aún más desconcertante; ¿expondría su vida sólo para ir a despertar a un dormido? Además, si dormía, “sanará” (v12) ya no se precisaba la presencia de Jesús, que no tenía necesidad de exponerse para hacer lo que sola haría la naturaleza.

Ahora el Maestro se puso repentinamente serio, diciendo: “Lázaro ha muerto” (v14) La noticia les golpeó a todos. Porque le querían y, sobre todo, porque sabían cuánto le quería Jesús. Pero no entendían bien cómo sabía eso el Maestro.

Jesús cortó de nuevo sus pensamientos: “y me alegro por vosotros, de no haber estado allí, para que creáis; mas vamos a él” (v15)
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Jesús iba a entrar en la boca del lobo. Se adelantó entonces Tomás que, a su carácter, unía una extraña mezcla de pesimismo y audacia: “Vamos también nosotros, para que muramos con él” (v16)

Jesús debió de mirarle con una sonrisa entre triste, por su pesimismo, y alegre, por su decidido amor. Pero nada respondió. Y echó a andar hacia Jerusalén.

La llegada del Maestro a Betania, con sus doce, no pudo pasar inadvertida en un pueblo tan pequeño. Y tal vez la misma chiquillería corrió anticipando la noticia. Al oírla, Marta, activa, nerviosa, volcada toda ella al exterior, se levantó y corrió hacia él.

Marta increpó a Jesús con un triste reproche en el que se mezclaba una profunda fe y un ancho desconcierto: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto.” (v21) Marta era así, sincera, realista. No entendía la conducta de Jesús.

Pero su fe era mayor que su amargura y prosiguió con palabras que humanamente eran locura: “Mas también sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará” (v22) No se atrevía a pedir una resurrección, pero tiene en Jesús una fe tan profunda que sabe que esa locura es, para él, posible.

Jesús ahora abandona las metáforas: “Tu hermano resucitará” (v23), a lo que contesta Marta con una frase firme en convicción pero con un sentido de tristeza: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero” (v24) La enseñanza de Jesús ha sido eficaz en Marta, ella confiesa su fe en que al final de los tiempos, los verdaderos creyentes habrán de resucitar para vida eterna; con el asunto de la resurrección futura Marta no tiene duda, pero hoy su tristeza es por haber perdido a su hermano.
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Ahora la respuesta de Jesús fue mucho más allá de lo que Marta esperaba: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? (vv25-26) Marta entonces se sintió sacudida en lo más hondo de su ser. Creer en Jesús es más que simplemente existir; creer en él es disfrutar de una vida abundante que no se apaga.

Observemos que Jesús no está diciendo que él tiene el poder para resucitar; sino que él es la resurrección. Por tanto todo aquel que está unido a él en comunión fraternal (Apocalipsis 3:20) es partícipe de esta resurrección. La resurrección está en la esencia de Jesucristo.

Es importante advertir el orden: primero resurrección, luego vida; porque es la experiencia de resurrección en Cristo lo que nos abre la puerta a la experiencia de la vida, hacia la verdadera vida.

La resurrección y la vida son dones que Jesús otorga a los que “creen” en él, a los que confían de forma absoluta en Jesús. El único medio de obtener la vida es la fe, gracias a la cual se resucitará de la muerte.

Hay que observar que Jesús no promete la resurrección y la vida eterna para el último día, sino que la otorga ya al presente, como don actual, independiente de la muerte corporal.

Por tanto, el creyente, aunque sucumba a la muerte corporal, sigue vivo; no pasa al ámbito de la muerte; reposa en un pacífico sueño, para despertar a la vida con Jesús.

Entonces Marta se entregó a Jesús sin nada que pedir y con todo que creer (v27) Ella debió de sentirse plena y ya nada más dijo. Sucediera lo que sucediera, la resurrección estaba ya dentro de ella.
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CAPITULO 68: EL MISTERIO DE LAZARO
Parte 2
Favor de leer Juan 11:28-57.
Y como toda fe busca ser compartida, corrió hasta donde se encontraba sentada su hermana María: “El Maestro está aquí y te llama” (v28), le dijo al oído.

En realidad, nada había dicho Jesús, pero Marta conocía a su hermana. Bastaría decirle que Jesús la llamaba para que saliera corriendo. Así lo hizo ante la sorpresa de quienes la rodeaban y no habían oído el mensaje de Marta. La miraron asombrados, pensando que iría a llorar al sepulcro y, levantándose, la siguieron dispuestos a presenciar otra escena desgarradora ante la tumba.

María era mucho más joven que su hermana y mucho más emocional; mientras Marta llegó con un reproche y tal vez una lágrima en la mejilla, María se echó a los pies de Jesús envuelta en lágrimas y apenas pudo musitar, entre sollozos, la misma frase que antes había dicho su hermana y que sin duda se habían repetido la una a la otra cientos de veces durante los últimos días: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano” (v32)

Tras las palabras, y sin dejar de abrazar a Jesús, María siguió llorando, un llanto contagioso que emocionó a todos los presentes.

También a Jesús que, “se estremeció en espíritu y se conmovió” (v33) Y comenzó a llorar (v35) La palabra que usa el Evangelio de Juan habla de un llanto profundo y solemne que conmovió a todos cuanto lo vieron. “¡Mirad cómo le amaba!” (v36) comentaron algunos de los presentes.

Es esta la primera vez que el Evangelio nos muestra a Jesús llorando. Páginas más tarde le veremos llorar sobre Jerusalén.
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El suyo es un llanto humano, ¡más humano que el nuestro! Solidario; es el llanto de una persona que llora con las personas, que llora por las mismas causas que afligen a las demás personas. Son las lágrimas de la fraternidad. Jesús no pretendió llorar, no actuó; su llanto fue auténtico, en parte contagiado por María, que tanto amaba, en parte por entender como nadie, la tragedia humana frente a la muerte, que nunca estuvo en los planes de Dios para la humanidad. Lloró por amor a la humanidad, a nosotros.

Pero ni siquiera ese llanto fue comprendido por todos. Junto a quienes, en su llanto, veían la profundidad de su amor a Lázaro, estaban los que aprovechaban su llanto para volverse contra él: “¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera?” (v37)

¡Curioso monumento de hipocresía! ¡Con las mismas palabras con que le critican le están proclamando hacedor de milagros! No hay peor ciego que el que no quiere ver.

Pero Jesús no se detuvo por estos pensamientos, en vez de esto ordenó: “¡Quitad la piedra!” (v39). Su voz era una orden desconcertante, y fue Marta quien rompió el silencio. Aunque había sido ella quien antes pedía el milagro, no entendió ahora cuál podía ser la intención de Jesús.

Sin duda había interpretado sus palabras anteriores como referidas a una resurrección puramente espiritual. Por eso pensó que Jesús quería sólo ver por última vez el rostro del amigo muerto. Y le dijo: “Señor, hiede ya, porque es de cuatro días” (v39)

Pero Jesús la tranquilizó: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (40) Marta, que antes pedía una resurrección puramente material, ha pasado ahora a pensar en una resurrección que se refiere sólo al espíritu.
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El silencio se hizo, sin duda, dramático, mientras un grupo de hombres hacía rodar la pesada piedra. ¿En qué pensaría Jesús al ver esa tumba, tan parecida a la que en unos pocos días el mismo usará? ¿Qué emociones subieron a su cabeza al oír y ver rodar la piedra?

Jesús entonces, ignorando el hedor que salía de la tumba, sin atender a los murmullos de la gente, volvió sus ojos al cielo y se concentró en una oración.

No en una petición, pues para Jesús, el prodigio ya está hecho y solamente faltaba dar por él gracias a Dios: “Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado” (vv41-42)

Es evidente que Jesús había orado previamente al Padre con respecto a la resurrección de Lázaro. Tiene la respuesta antes de actuar. Sin embargo, antes de realizar el milagro Jesús ofrece una oración, hermosa por su confianza, sencillez y sinceridad.

“Padre, gracias te doy por haberme oído” Jesús podía decir esto, hablando como si el milagro ya se hubiera realizado, porque tenía la certeza de que iba a realizarse. Por el bien del auditorio Jesús pronunció estas palabras en voz alta.

La oración en voz alta, aclaremos, no la necesita Jesús, pero la necesita el pueblo. A ellos les hace falta ver que el poder del Hijo viene del Padre.

En esta sencilla oración se establece el propósito de la acción de Jesús: “para que crean que tú me has enviado”. La resurrección de Jesús es un signo que revela que Jesús viene del Padre. Nuestra respuesta debe ser creer en Él.
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Su voz, que había sonado ya alta y sagrada en la oración, se elevó más aún, en un grito: “¡Lázaro, ven fuera!” (v43) Era una orden, la más dramática que ha dado jamás hombre alguno sobre la tierra.

Y al punto –dice el Evangelio- con una sencillez que da escalofríos “el que había muerto salió” (v44) Lázaro, pálido aún del frío de la tumba, salió vacilante, sin ver a nadie, sin entender nada de lo que estaba sucediéndole, sintiendo circular por sus venas un calor que no sabía de dónde venía.

Todos estaban aterrados y maravillados al mismo tiempo. Estaban allí inmóviles, como si ahora fueran ellos los muertos. Sólo Jesús conservaba la serenidad. Dijo tranquilamente, como si todo el evento fuera de lo más común: “Desatadle, y dejadle ir” (v44)

El Evangelio de Juan no añade una palabra más sobre la escena. Nada nos dice de la alegría de las hermanas, nada de lo que Lázaro dijo o calló, nada de lo que luego hizo Jesús. Cierra así su información sobre el tremendo misterio de la muerte vencida.

Lázaro comenzó a vivir “de veras” ahora que sabía lo que la muerte era. Es decir, que vivió como los hombres todos deberían hacerlo si se sintieran resucitar cada mañana.

Lázaro ahora valora la vida desde la perspectiva de la tumba y por ello es que comienza a vivir de verdad. Necesitamos de esta perspectiva en nuestra existencia (como Eclesiastés) a fin de vivir como Dios quiere.

Sobre la vida, tenemos que decir, desde la perspectiva del Evangelio de Juan, que Dios es el Padre que vive (6:57) El es el único que originalmente posee la vida y él es quien la comunica. No hay otra vida que la que Dios posee.
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Las personas “tienen vida en el Hijo, en su nombre” (3:15; 20:31) Y esta vida que el Hijo comunica a los hombres es mucho más que la vida natural, es la condición eterna de quien está salvado.

Las personas realmente vienen al mundo privados de vida, creen vivir pero están muertos, están en la muerte, y lo están mientras no reciban vida de Jesús.

La perspectiva de Dios acerca de nuestra existencia derrumba nuestros “castillos de arena” y nos descubre nuestra miseria espiritual sin Cristo. Sólo somos vanidad.

A la luz de todo esto ¿podemos entender mejor lo sucedido a Lázaro? ¿No será su resurrección, además de un milagro, un paradigma de todo el pensamiento de Jesús sobre la vida y la muerte?

¿No tiene o puede tener toda persona dos vidas, una primera y mortal y una segunda que se produce en su encuentro con Jesucristo? ¿No es todo creyente un Lázaro… que tal vez ignora que lo es?

¡Ah si todos viviéramos esta “segunda y verdadera vida” como debió de vivirla Lázaro!

Pero evidentemente la resurrección de Lázaro fue sólo un ensayo, un anuncio. Y el verdadero y más profundo milagro de aquel día, más que la misma recuperación de la vida terrenal, fue el encuentro de Lázaro con Jesús. Un milagro que toda persona puede experimentar.

Cuando una persona experimenta el encuentro con Jesús, la percepción de ese encuentro, es retrospectiva, es como volver a vivir; la experiencia marca en forma determinante la nueva vida del creyente, impulsándole a una vida de gozosa alabanza, estimulante estudio de la Biblia y festiva fraternidad, en un ambiente de paz divina.
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Debemos ahora proseguir a ver las consecuencias de la señal. Juan pudo pintar a su final un estallido de entusiasmo, alabanzas, gratitud… En vez de eso nos relata en los versículos 45 al 54 la dramática reacción que provocó.

De la misma manera que el sol brilla sobre el barro y lo endurece, y brilla sobre la cera y la ablanda, así este gran milagro, esta señal, endureció irremediablemente algunos corazones para la incredulidad y ablandó a otros para la fe.

“Entonces muchos de los judíos que habían venido… y vieron lo que hizo Jesús, creyeron en él” (v45) “Pero algunos de ellos fueron a los fariseos y les dijeron lo que Jesús había hecho. Entonces los principales sacerdotes y los fariseos… acordaron matarle” (vv46-53)

Los fariseos poco hubieran tenido que temer a Jesús si éste hubiera sido un impostor. Era el conocimiento de su poder divino lo que les empujaba a la acción, porque eso era lo que le volvía verdaderamente peligroso.

Los fariseos no niegan los milagros de Jesús. Al contrario: lo que les alarma es precisamente que hace muchos y que la gente le seguirá cada vez en mayor número. Los fariseos estrecharán el cerco, no porque le crean un impostor, sino porque se dan cuenta de que no lo es.

Jesús lo sabe: tenía razón en el fondo Tomás al decir que subir a Jerusalén (y de allí a Betania) era ascender a la muerte. Jesús no sólo se ha metido en la madriguera del lobo, sino que le ha provocado con un milagro irrefutable.

La resurrección de Lázaro no dejaba escapatoria: o creían en él o le mataban. Y los fariseos habían decidido no creer en él. Por eso esta resurrección era el sello de su muerte.
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Pero aún no había llegado su hora. Por eso señala el Evangelio de Juan que, después de estos hechos, “Jesús ya no andaba abiertamente entre los judíos, sino que se alejó… a una ciudad llamada Efraín; y se quedó allí con sus discípulos” (v54)

Ante los ojos de los fariseos se les había puesto la prueba definitiva: habían visto, sin lugar a dudas, un muerto de cuatro días levantándose con sólo una palabra; había ocurrido a plena luz del día y ante todo tipo de testigos, amistosos y hostiles; tenían allí al resucitado con quien podían conversar y cuyas manos tocaban. Pero su única conclusión era que tenían que matar a Jesús y si era necesario eliminar su prueba: Lázaro (12:9-11)

Por eso, los ojos de Jesús volverán a llenarse de lágrimas, unos días después, frente a la ciudad de Jerusalén (Lucas 19:41-44) Un día, esa ciudad será asolada porque no supo, no quiso entender. Y serán los jefes de ese pueblo los responsables; los mismos que ahora tienen una decisión tomada.

Y Jesús ve ya esa ciudad destruida, arrasada, sin que quede en pie una piedra sobre otra. Y llora. Porque quiere a esa ciudad como quiere a Lázaro.

Jesús es la resurrección y la vida, pero sólo para quien cree en él. Aquel que no quiere creer, sigue muerto.

Lázaro, en realidad, dormía, su alma no se había corrompido, no olía a podredumbre. Los fariseos, que horas más tarde en su madriguera habrían de decidir la muerte de Jesús, creían estar vivos. Pero sus almas olían mucho peor que la tumba de Lázaro.

¿Cuál es tu decisión frente a Jesús? El es la vida que tú estás buscando.