Favor de leer Mateo 6:9-13.
Algo definitivo y enorme ocurrió en el mundo aquel día en el que Jesús anunció a los hombres que Dios era su padre y les invitó a tratarle como tal. Hasta entonces los seres humanos se habían inventado dioses tan aburridos como ellos, serios y solemnes faraones, dioses que se encolerizaban cuando un hombre quebrantaba alguna regla o se olvidaba de hacer una reverencia ante los altares, dioses a quienes había que engatusar con chantajes, dioses caprichosos y egoístas que jugaban en el Olimpo.
Y he aquí que, de pronto, Dios bajaba -¿o subía?- a ser PADRE del ser humano, convertía la religiosidad en una historia de amor, se ponía “a nuestra altura”, como cuando nos arrodillamos para poder platicar bien con un niño pequeño. Adorarle era sinónimo de amarle. El mejor de los inciensos era sencillamente comenzar a sentirse hijo suyo. Orar era como tender la mano, como entrar en una casa caliente. Era como si hubiera nacido un “nuevo” Dios.
Aquel día, en verdad, giró la historia del mundo. Si los hombres no se dieron cuenta es sólo porque la ceguera parece ser la parte más ancha de nuestra naturaleza.
La oración no nació, en realidad, aquel día. En todas las páginas de la historia de las que tenemos memoria existe un hombre que se vuelve a Dios y conversa con él. El hombre primitivo vivía con los ojos levantados a lo alto. Los testimonios que tenemos de él nos le muestran más en diálogo con Dios que con sus mismos prójimos. Y el ambiente en que Jesús se movió era radicalmente un ambiente empapado de oración.
Pero ¡qué mundo más diferente el de la complicada, retórica, oración de sus contemporáneos y la deslumbradora sencillez de la oración de Jesús!
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La verdadera oración no es un ritual; es la súplica del niño pequeño dirigida al corazón de su Padre. Por eso la verdadera oración no es ostentosa, ni ante Dios, ni ante las personas. Si Dios no supiese lo que necesitamos, tendríamos que reflexionar en cómo se lo vamos a decir, en qué le vamos a decir, y en si se lo diremos. Pero la fe con la que oramos excluye toda reflexión y toda ostentación.
Y cuando ores, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres; de cierto os digo que ya tienen su recompensa. (Mateo 6:5)
Los fariseos se las arreglan para hallarse en medio del mercado y su gentío cuando las trompetas anuncian desde el Templo la hora de la oración; y así, sorprendidos en apariencia, no tienen más remedio que rezar entre los apretujones de la muchedumbre. ¡Qué espirituales!
Aquí Jesús se refiere a los fariseos como “hipócritas”; se refiere a todas aquellas personas que aparentaban ser muy piadosas pero que en el fondo de su corazón cultivan egoístas pensamientos y malas intenciones. Ellos, al recibir la admiración de la gente, obtienen la única recompensa a su “actitud religiosa”; con esto claramente se da a entender que sus oraciones no valen nada ante Dios.
Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público. (Mateo 6:6)
La palabra “entra” expresa una acción que se debe realizar en forma continua hasta el regreso de Jesús. La actitud correcta al orar debe perdurar como Jesucristo lo ha ordenado hasta que él regrese. El precepto, sin embargo, no prescribe determinados lugares para la oración. No es el lugar lo que perjudica sino el modo y objetivo. La actitud.
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La oración no debe ser recurso para la exhibición religiosa. La oración debe dirigirse a Dios, no a las personas. Podemos orar en cualquier lugar, pero sin ostentaciones que atraigan las miradas de las personas sobre “nuestra piedad”.
Y orando, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. No os hagáis, pues, semejantes a ellos; porque vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis. (Mateo 6:7-8)
Aquí Jesús exhorta a evitar la palabrería de los paganos. Los discípulos son hijos de Padre celestial y, por tanto, no necesitan abundancia de palabras, tampoco de repetir la misma frase una y otra vez.
La oración no es una fórmula mágica que al repetirla produce efectos benéficos para quien la repite. No es el “ábrete sésamo” que pronunciado correctamente nos abrirá el acceso a Dios, ¡Como si Dios no quisiera oírnos! La oración es simplemente platicar con Dios y los verdaderos cristianos necesitamos desechar de ella todo rasgo de magia o misticismo.
El modelo del cristiano debe ser siempre Jesús, no los religiosos de moda, ostentosos hipócritas que creen que con sus rituales están más cerca de Dios, cuando en realidad ni entran ni dejan entrar a otros a la comunión de amor con Dios.
No se precisan largas oraciones, pues Dios sabe lo que las personas necesitan antes de que se lo pidan. Dios en su amor, asiste al ser humano antes aún de que éste se lo pida, y le libra así de la necesidad de la larga oración. Jesús quiere que oremos, pero con la sencillez y confianza de un niño pequeño platicando con papi.
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Jesús quiere liberar a la oración de esos largos rezos sin sentido, para convertirla en verdadero diálogo fraternal con el Padre celestial. Al no ser necesaria tanta palabrería y al tener la confianza de que Dios conoce nuestra necesidades aún mejor que nosotros mismos, la oración escapa de los confines de la magia, de la superstición, de la manipulación del frío ritualismo sin sentido, de la falsa piedad; para quedar como lo que debe ser, el medio eficaz para comunicarnos con Dios. Lejos de eliminar la oración, Jesús la anima a crecer como diálogo sincero, íntimo, cotidiano.
EL PADRE NUESTRO
Jesús destaca siete elementos necesarios en la oración, los cuales tienen una relación directa con el Reino de Dios:
1. Confianza
2. Reverencia
3. Sometimiento
4. Dependencia
5. Perdón
6. Humildad
7. Adoración.
Es apropiado usar esta oración en los servicios de adoración y también en los devocionales privados. Por otro lado, el hecho de repetir tantas veces al día el Padre nuestro, en forma mecánica, pensando que tal práctica es meritoria, es entender mal la intención de Jesús. El puso un ejemplo de cómo debemos orar, es decir, utilizando los siete elementos enumerados. La notable sencillez de la oración modelo está en agudo contraste con la palabrería de las religiones superficiales.
En labios de Jesús esta oración sonaría más o menos así: Abba ni sheba samayim yitqadash shemek. Tabo malkuteq yasej retsoneq baarets kaasher naasaj bashamayim. Tenlanu jayom lejem juqenu. Utlaj lanu et ashmatnu kaasher toljim anajenu laashar ashemu lanu. Veal tebienu lidey mataj kiim jatsilenu min jara. Leka hamamlakaj vejagburaj vejakabod leolam vaed amen.
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Abba era el nombre que el niño pequeñito dirigía a su padre. El Talmud escribe: Cuando un niño prueba el gusto del cereal (es decir: cuando lo destetan) aprende a decir abba e imma, papá y mamá) Abba e imma son, pues, las primeras palabras que el niño balbucea.
Nadie antes de Jesús se había atrevido a dirigir a Dios una palabra de uso tan íntimo, familiar e infantil. Jesús en cambio, en su vida, usa siempre esa palabra y ésa es la que coloca al comienzo de la oración que pone en nuestros labios: con ella nos introduce en una familiaridad con Dios que jamás nadie había sospechado. Es la total confianza.
Dios no es para nosotros sólo un “padre” más o menos metafórico, es lo que el “papi” para el bebé que aprende a balbucear. ¿No es acaso esto un giro decisivo en la historia de las relaciones del hombre con Dios?
Iniciar nuestra oración con “Padre” es afirmar nuestra condición de miembros de la familia de Jesucristo. Es afirmación de salvación: soy hijo de Dios y Él es mi Padre.
Pero al decir “nuestro” afirmamos nuestra pertenencia a una fraternidad, somos parte de una familia, integrada por personas que, como nosotros, han sido adoptadas para ser hijos de Dios; son pues, nuestros hermanos, hijos de un mismo Padre al cual oramos.
La oración nos vincula a una fraternidad. Podemos orar en privado o en grupo, pero siempre debemos orar con la plena conciencia de ser parte de la familia de Jesús. Al orar debo recordar que tengo hermanos en la fe: Iglesia.
Como el niño habla con su padre, así Jesús habla con Dios; tan íntimamente. Por Mateo 11:27 sabemos que Jesús consideró esta infantil invocación (Abba) como expresión de la más pura relación Padre-hijo.
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Con esta oración del Padre nuestro, Jesús concede a los “pequeños” (a nosotros) el privilegio de decir con Él: Abba. Como miembros de la familia de Jesucristo podemos hablar con Dios con la seguridad de un niño pequeño, pues solamente los hijos pueden decir: Abba. Somos, entonces, para Dios, como niños pequeños.
La frase “que estás en los cielos” no pretende alejarnos de Él, como diciendo: ustedes están en la tierra. Más bien nos recuerda la grandeza de Aquel a quien llamamos Abba.
Dios está en los cielos, Dios es superior a todo lo humano y de hecho es diferente de todo lo humano. Que le llamemos “papi” no implica que le podamos manipular. La intimidad no resta la reverencia que Él se merece.
“Santificado sea tu nombre”. Se trata de una petición: que tu nombre sea santificado por mi vida de obediencia hoy. Esta expresión es la solicitud del creyente a Dios de que se le brinde la oportunidad de santificar el nombre de Dios.
Santificar es apartar para servir a Dios. ¿Cómo santificamos el nombre de quien ya es santo? Jesucristo lo hizo mediante su vida de obediencia. El ser humano no hace más santo a Dios, no puede; el creyente santifica el nombre de Dios cuando reserva su uso para fines que están de acuerdo a su voluntad.
Santificar el nombre de Dios es utilizarlo sólo para alabarlo, para obedecerlo; no para justificar nuestra pereza o para reclamarle nuestros errores y defectos. Mucha gente hoy usa el nombre de Dios sin reverencia alguna; utilizan el nombre de Dios, algunos, como palabra mágica; otros, como saludo, otros para jurar o aún para acusar e infundir miedo. El nombre de Dios es santificado por el creyente cuando, por amor, se decide a querer agradar a papi y en eso encuentra su mayor satisfacción en la vida.