Favor de leer Mateo 21:23-27.
Hoy –martes- la muchedumbre en el Templo es aún mayor que la de la víspera. Cada día son más los peregrinos que llegan. Hay en todos un aire de gente mal dormida. El atrio del Templo huele a incienso.
Cuando Jesús aparece en el atrio, la noticia se difunde como un reguero de pólvora. Lo ocurrido el domingo es comentario en todas las bocas. Son muchos los curiosos que quieren conocerle. Hay entre la gente grandes discusiones a propósito de él. Sus partidarios decididos no son muchos, pero sí un gran número los que le admiran.
Le han oído predicar y les impresionan las cosas que dice y más aún cómo las dice. Por otro lado, sus doctrinas en parte les entusiasman y en parte les resultan blasfemas. Y hay un apasionado interés por ver en qué acabará la lucha entablada entre él y los líderes religiosos. Por eso la gente le rodea, le asedia apenas entra en el atrio.
Los fariseos y saduceos, están indecisos y desconcertados. No respecto a él: ya han dado su sentencia. Lo que no acaban de ver es la estrategia a seguir para consumar su decisión. Les preocupa encontrar el momento oportuno, no vayan a volverse sus armas contra ellos. El parece pacífico, pero nunca se sabe cuáles pueden ser las reacciones de la multitud. Si lograsen sorprender al Maestro en una blasfemia en público, eso sería la gran solución.
Pero también Jesús les conoce desde hace ya muchos años. Se acuerda de que, cuando sólo tenía doce años, ya les puso en un aprieto con sus preguntas, aquí mismo, sobre estas losas del Templo. Luego, han sido tres años de controversias, de asechanzas puestas contra él. Les espera serenamente.
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En el primer asalto los saduceos tratan de desmontar su autoridad, de dejarle en ridículo: ¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te dio esta autoridad? (Mateo 21:23) en referencia al hecho de ponerse a enseñar allí en el Templo, sin ser doctor de la ley sin haber recibido el visto bueno de los sacerdotes (saduceos).
El ataque no era, en realidad, demasiado inteligente. Jesús simplemente podía haberles respondido que con la misma que ellos; o haberles preguntado quiénes son ellos para exigir a nadie certificados de autoridad.
Pero Jesús es un maestro excepcional y sabe que la mejor defensa es un buen ataque. No se limita, por eso, a defenderse. Han tratado de ponerle en ridículo, será él quien les ponga en ridículo a ellos. Responde, pues, a su pregunta con otra: Yo también os haré una pregunta, y si me la contestáis, también yo os diré con qué autoridad hago estas cosas. El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo, o de los hombres? (21:24-25)
Se ha hecho un silencio dramático en el atrio del Templo. De pronto Jesús ha traído a flote uno de los temas más candentes del momento. La fama de Juan el Bautista ha aumentado astronómicamente después de su decapitación. Un mártir siempre crece, sobre todo cuando ha muerto a manos de un enemigo común.
Los sacerdotes se miran unos a otros. Se dan cuenta de que Jesús les ha encerrado en un dilema sin salida. Si dicen que su bautismo era de este mundo, la gente se les echará encima. Si dicen que era de Dios, les preguntará que por qué no le aceptaron primero y le defendieron después. Se dan cuenta de que el combate ha acabado antes de empezar. Y prefieren renunciar a la lucha Mejor confesarse ignorantes que exponerse a la ira de la multitud o declarar que fueron sordos a la voz de Dios. Contestan, pues, que no lo saben.
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Y respondiendo a Jesús, dijeron: No sabemos. Y él también les dijo: Tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas. (21:27)
Los saduceos se van, los fariseos se quedan. Hay risas entre la multitud. Y un respiro de alivio entre los partidarios del Galileo. Los apóstoles se dan palmadas los unos a los otros, se sienten orgullosos de su jefe. ¿Y Judas? ¿Vacila tal vez? Probablemente a estas horas ya ha tenido los primeros contactos con los representantes de los sacerdotes. No hay nada decidido. Pero la traición ya ha nacido en su alma. Ahora duda quizá. Tiene que observar, tiene que jugar sus cartas con suma cautela. Espera. Escucha.
Cuando los enemigos se van, Jesús sigue enseñando como si nada hubiera ocurrido. Pero conforme habla, todos perciben que sus palabras se van cargando de un tinte dramático. Ahora cuenta una terrible parábola (21:33-46)
Es la historia de un gran propietario que ha alquilado su viña a unos labradores malvados. Al llegar el tiempo de los frutos, el dueño de las tierras manda un emisario para cobrar la renta. Pero los labradores apalean al emisario y se lo devuelven golpeado al dueño. Un segundo enviado es apedreado, un tercero es muerto. El dueño de la viña no entiende. Su renta no es excesiva, él fue verdaderamente generoso al prestarles la viña bien equipada. Piensa que todo debe ser un error. Decide entonces mandar a su propio hijo, a él lo respetarán. No se resigna a la idea de haber depositado su amor en unos malvados.
Pero los renteros, al ver llegar al muchacho, se miraron los unos a los otros riéndose: ésta era su ocasión, matarían al heredero y se quedarían con la propiedad de la viña. Tomaron al muchacho, le sacaron fuera de la viña -¡no querían mancharla con su sangre!- y lo mataron.
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Se había hecho un tenso silencio mientras Jesús hablaba. La historia era objetivamente conmovedora y el Galileo la contaba con extraña pasión, como si estuviera hablando de algo personal.
El dueño de la viña era Dios, la viña era el pueblo elegido de Dios, los enviados eran los profetas, los asesinos eran los líderes religiosos ¿Y el hijo? ¿Estaba presentándose a sí mismo como Hijo de Yahvéh? Aquello les parecía, a los fariseos, una blasfemia, la mayor imaginable. Pero ¿cómo atacarle por algo expuesto así, en parábola?
Jesús no les dejó mucho tiempo para pensar. Se volvió a los fariseos: Cuando venga, pues, el señor de la viña, ¿Qué hará a aquellos labradores? (21:40) Los fariseos, muy astutos como siempre, seguramente callaron; pero los más próximos a Jesús dejándose llevar por la emoción de la historia, contestaron: A los malos destruirá sin misericordia, y arrendará su viña a otros labradores que le paguen el fruto a su tiempo. (21:41)
Habían entendido. Jesús dejó la parábola y citó las Sagradas Escrituras: ¿Nunca leísteis en las Escrituras: La piedra que desecharon los edificadores, ha venido a ser cabeza del ángulo, el Señor ha hecho esto, y es cosa maravillosa a nuestros ojos? Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él. Y el que cayere sobre esta piedra será quebrantado; y sobre quien ella cayere, le desmenuzará. (21:42-44)
Ahora todo estaba claro. Él era el Hijo, él era la piedra angular. Se sabía rechazado, pero triunfador. Sabía que chocarían contra él, pero se presentaba como vencedor. ¿Qué impedía a los fariseos actuar? ¿No buscaban una blasfemia? Acababa de presentarse como Hijo de Yahvéh, les había llamado homicidas, anunciaba que el Reino le sería quitado a Israel. ¿Podía decirse más?
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Pero la emoción había vencido a quienes le escuchaban. Teóricamente todos debían haberse levantado contra él. Pero allí estaban mudos, golpeados. Los principales sacerdotes, que acaban de llegar, y los fariseos se daban cuenta de que ésta era su ocasión, pero temían que el pueblo reaccionara a favor de este profeta amenazante, aun cuando las amenazas iban contra todos. Prefirieron alejarse para preparar otro ataque.
Pero los adversarios de Jesús se turnaban, lo mismo que cambiaban los lugares y los oyentes. No podemos imaginarnos esta jornada como un continuado debate inmóvil entre Jesucristo y sus enemigos. Un día es largo. Las personas iban y venían. Iba y venía el mismo Jesús con los suyos. Cruzaba por los atrios y los pórticos, conversaba con la gente, su predicación avanzaba o retrocedía con los sucesos o dependiendo de las preguntas de los que se acercaban. Todo se presentaba absolutamente informal y espontáneo. Se oraba, se comía, se conversaba, se discutía, y de vez en cuando la conversación se convertía en predicación.
Tal vez fue a media mañana, cuando se acercaron los herodianos a tenderle la trampa política de la moneda del Cesar. Desde el lugar donde hablaban, veían pasearse sobre las terrazas de la fortaleza Antonia a los centinelas romanos, velando por la paz romana. Y había en las esquinas guardianes discretamente ocultos. Y un grupo de soldados estaba siempre listo a actuar.
Esto es lo que hacía más delicada la respuesta de Jesús. Un pequeño resbalón que pudiera interpretarse como insulto al Cesar hubiera bastado para provocar una intervención de los romanos. Pero Jesús –ya lo hemos visto en otro lugar- sabía cómo contestar a sus adversarios sin caer en sus trampas y aclara ahora que su Reino no tiene nada que ver con los reinos terrenales temporales.
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Tras los herodianos regresaron los saduceos. Venían disimulando, como si casualmente pasaran por allí. Misteriosamente, grupos que mutuamente se odiaban, coincidían ante quien consideraban un enemigo común. Por unos días, por unas semanas estaban dispuestos a olvidar sus rencores.
Los saduceos llegaron con un acertijo que hoy a nosotros nos hace sonreír, pero que a ellos debió de parecerles una trampa imposible de superar. Era uno de los juegos mentales que a ellos les apasionaban en sus debates con los fariseos para convencer a éstos de que la resurrección de los muertos era imposible: Hubo, pues, entre nosotros siete hermanos; el primero se casó, y murió; y no teniendo descendencia, dejó su mujer a su hermano. De la misma manera también el segundo, y el tercero, hasta el séptimo. Y después de todos murió también la mujer. En la resurrección, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer, ya que todos la tuvieron? (22:25-28)
La pregunta no pasaba realmente de ser una broma de mal gusto: basándose en una prescripción de la ley (22:24) pasaban a ridiculizar la trascendencia de las almas.
La voz de Jesús sonó seria: Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios. Porque en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento… pero respecto a la resurrección de los muertos ¿no habéis leído lo que os fue dicho por Dios, cuando dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. (22:29-32)
Entre la multitud hubo un murmullo de admiración. El pueblo, que miraba con una relativa simpatía a los fariseos, no soportaba a los saduceos, aquellos ricachones vendidos al invasor romano. Pocas veces podían, como hoy, verles quedar el ridículo y alejarse avergonzados. Jesús enseña con autoridad y triunfa sobre sus adversarios.